Afganistán, entre lo malo y lo peor

Si no se impone el ala moderada del régimen talibán, millones de afganos quedarán en la boca del lobo, sobre todo las mujeres y quienes estuvieron vinculados a los norteamericanos.

Imagen ilustrativa / Gentileza
Imagen ilustrativa / Gentileza

La moneda está en el aire. Todo puede pasar. Es posible que se reedite el régimen psicópata que imperó entre 1996 y 2001, pero también es posible que Afganistán experimente una versión “light” del talibán.

La segunda posibilidad existe por varias razones. Una de ellas es que el régimen que cayó hace dos décadas había llegado al poder con armas que recibía de los jeques pashtunes paquistaníes, otras que ellos mismos compraban con dinero del tráfico de opio y, principalmente, con las que conseguía para ellos Osama Bin Laden.

El líder de Al Qaeda había hecho pie en Afganistán como tesorero del dinero que enviaban las monarquías petroleras árabes y las potencias de Occidente para financiar a los muyaidines que luchaban contra la invasión soviética. Tras la retirada del ejército rojo, el terrorista saudí selló una alianza con el mullah Omar y lo ayudó a financiar a la milicia más extrema de la etnia pashtún para vencer a las otras facciones muyaidines. Por eso Bin Laden fue el poder detrás del trono en aquel régimen lunático, que en realidad no gobernó sino que convirtió a cada miliciano en un inquisidor habilitado para aplicar la sharia (ley coránica) de la manera más brutal a los “infieles” y las mujeres.

El emirato del mullah Omar fue un sanguinario caos inquisitorial, porque el líder liberó los instintos brutales de una multitud de campesinos analfabetos que abrazaban con fanatismo salvaje la versión más oscura del Islam.

Hoy no están el mullah Mohamed Omar ni Osama Bin Laden. El opio, que es en Afganistán lo que la cocaína en la Colombia de los grandes carteles, siguió aportando fondos a través de la mafia rusa, pero también los aportaron por razones geopolíticas potencias adversarias de Estados Unidos, como Rusia y China, que deberían contar con instrumentos para contener al nuevo régimen.

Moscú necesita asegurarse que no se reedite el fanatismo que dio santuarios afganos a los musulmanes caucásicos que peleaban contra el dominio ruso en Chechenia, Ingushetia y Daguestán. Y China necesita que Afganistán no vuelva a incubar islamistas que puedan apoyar el separatismo de los musulmanes uigures en Xinjiang.

Que se repita el frenetismo inquisidor o que haya una versión moderada del talibán, depende de cuál miembro del liderazgo tenga el poder de diseñar el nuevo régimen. Si el poder se concentra en Baibatulá Akhundzada, el peligro es mayor. Akhundzada es un fanático recalcitrante como su antecesor en el liderazgo, Atkhar Mohamed Mansur, quien había sucedido al mullah Omar y murió en un ataque aéreo norteamericano. Pero si al poder lo concentra Abdul Ghani Baradar, es posible que el Estado que diseñe se inspire en los reinos de la Península Arábiga. Las monarquías absolutistas árabes tienen rasgos oscurantistas y medievales, pero no son regímenes psicópatas como el del mullah Omar.

Es posible que Ghani Baradar siga el modelo de esos reinos autoritarios que coexisten con el mundo, porque ese antiguo comandante talibán lleva mucho tiempo en el exilio y pasó los últimos años dirigiendo la oficina política que el movimiento estableció en Doha. Allí, en la capital de Qatar, Baradar encabezó la delegación talibán en la negociación con los enviados de Mike Pompeo y Mark Esper, los secretarios de Estado y de Defensa de la administración Trump. Tiene lógica suponer que esos roles y su vida fuera de Afganistán pueden haberle dado una visión diferente a la de los otros líderes.

Si se impone un ala con una visión diferente a la del talibán de fines del siglo XX, que haya visto otros modelos y que entienda lo que ese punto centroasiático implica para China, Rusia y las autoritarias monarquías árabes, habrá un régimen que contenga el instinto talibán para poder ser más presentable ante el mundo.

Si no es así, millones de afganos quedarán en la boca del lobo. Además de las mujeres y quienes estuvieron vinculados a los norteamericanos y demás fuerzas occidentales, quedan en riesgo los hazaras.

Los miembros de esa etnia racialmente mongoloide son culturalmente persas, hablan farsi y profesan el Islam chiita, como la mayoría en Irán. Corren un peligro mayor que los tadyikos, uzbekos, baluchis, aimak, nuristanis y demás etnias afganas por ser chiitas: los talibanes los consideran herejes. Es por eso que, si se repitiera el caos demencial del primer régimen, Irán debería actuar como actuó Vietnam cuando invadió Camboya en la década del ‘70 para destruir el régimen genocida del Khemer Rouge.

Seguramente no lo hará. Irán sólo invierte esfuerzos militares para confrontar con USA en Medio Oriente, para sostener su eje con los chiitas árabes y para mantener activos los conflictos con Israel. Pero su ejército debería al menos ocupar Hazarajat, la región afgana que habitan los hazaras, si fuesen atacados por los talibanes.

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