La educación virtual y la educación integral

Por infinitas e imprescindibles razones es vital volver a las escuelas, abrir sus puertas y dejar la educación virtual para situaciones específicas.

El ciclo lectivo en Mendoza empezó con clases presenciales. Foto: Orlando Pelichotti / Los Andes
El ciclo lectivo en Mendoza empezó con clases presenciales. Foto: Orlando Pelichotti / Los Andes

Los dos últimos años en que nuestro país se vio obligado a guardar un estricto aislamiento social a causa de la pandemia por Covid-19, los modelos pedagógicos tuvieron que adaptarse a la virtualidad para poder llegar a los hogares de nuestros estudiantes.

Tarea compleja para muchos docentes que llevaron a cabo esta empresa en pocos días, sin muchas herramientas específicas a disposición.

Una vez contenido el riesgo de muerte por este virus, poco a poco, las actividades volvieron a la normalidad en nuestro país.

Ahora bien, al momento de hacer un balance sobre esta situación de virtualidad vivida, se oyen voces que defienden a este modelo como un camino pedagógico viable. Una comunidad educativa que cree que los hábitos de estudio están escindidos de la disciplina, no puede pretender que la calidad de la educación virtual iguale la de la educación presencial.

Vale aclarar dos cuestiones antes de continuar: primero, la disciplina debe entenderse como el ordenamiento (hacia un fin) de determinadas conductas, cuya repetición forja el hábito. Segundo, que la calidad de la educación presencial en nuestro país es pobre o muy baja.

La cuestión aquí es que el docente se forma como tutor y guía de los estudiantes en todo el sentido complejo de estas palabras. Dos siglos de pedagogías peagetianas, pestalozzianas y vigotskyanas pretendieron que esta idea se hiciera evidente.

Dos leyes nacionales (LFE Nº 24195 y LEN Nº 26206) hacen hincapié en este concepto del docente como guía o facilitador en la formación integral de los estudiantes.

La segunda parte del año escolar en 2020 siguió con la modalidad de clases virtuales debido a la pandemia del coronavirus. Foto: Marcelo Rolland
La segunda parte del año escolar en 2020 siguió con la modalidad de clases virtuales debido a la pandemia del coronavirus. Foto: Marcelo Rolland

Ahora bien, la educación virtual limita el accionar “integral” del profesional docente.

No se puede llegar con “empatía” a un alumno con la cámara apagada (alumno: sin luz y sin cámara).

No se puede leer el estado de ánimo del chico si solo se le ve el rostro.

No se puede ayudar al otro si no lo puedo conocer, sentir; porque la pantalla es un filtro que solo permite que pase un fragmento atomizado, proyectado, de la humanidad del otro.

Esto en el mejor de los casos, la peor situación surge frente a una mala conectividad en la que el estudiante pasa su tiempo luchando para entender qué le están explicando.

Obviamente, terminan sin entender porque nunca se pudo concentrar.

En definitiva, la educación virtual propone que el docente vuelva a transmitir conocimientos de manera lineal perdiendo de vista ese bucle recursivo que permite un aprendizaje reflexivo, fruto del clima del aula, fruto de la capacidad del docente de poder testear “empáticamente” la comprensión y el impacto de los saberes en sus estudiantes.

Las clases asincrónicas, si además están grabadas, ponen en acción ese modelo tan repudiado entre los docentes a lo largo de los años y que se le denomina “enlatado”. Un video es simplemente eso, un discurso, un monólogo, una clase magistral.

Sin embargo, este tipo de comunicación unidireccional está diseñada para públicos abstractos y nosotros no trabajamos con estudiantes abstractos, eso dejémoselos a los youtubers. “El día que un video mío sea más interesante que yo, ese día, perdí la vocación docente”.

La virtualidad demanda mayor nivel de concentración y más disciplina de estudio que la presencialidad.

Las razones de este postulado son evidentes, un estudiante en el aula de una escuela está enmarcado en un contexto diseñado para su formación, para focalizarse en el estudio y en su propia forma de aprender. Permite trabajar solo o en grupos de estudio, permite acceder a información y herramientas didácticas que solo la escuela posee. Permite tener una clase de música con instrumentos y cantar a coro, permite un clima de debate moderado de manera dinámica, sistémica, sin un botón para silenciar al otro. Inclusive, el docente también experimenta esta situación como ámbito laboral ya que el hogar familiar no es su lugar de trabajo.

El aula es el espacio físico de los saberes que comparte y construye con sus estudiantes; es el terreno donde se evidencia la empatía. Aquí, el docente ve a su alumno sin filtros, sin necesidad de cámaras, sin problemas de audio, sin recuadros de 5 x 5 cm. Ve a los estudiantes en todo momento y de cuerpo entero, puede ver qué hace con sus manos; sus piernas delatan si están nerviosos, las miradas al resto de los compañeros permiten analizar cariño, enojo, miedos, incluso puede llegar a detectar posibles situaciones de acoso, violencia o bullying.

En síntesis, la escuela se creo con el propósito de culturalizar a los miembros de la sociedad, es un mandato social que los alumnos reciban los principios generales propios de la cultura de la comunidad, de su región y de su país.

Etimológicamente significa tranquilidad, relax, tiempo libre, ocio intelectual, por eso el espacio denominado escuela es tan importante para la formación integral del hombre.

Es por esta razón también, que es necesario volver a las escuelas, abrir sus puertas y dejar la educación virtual para situaciones específicas.

Esto no significa que se deba separar a la educación de la tecnología, todo lo contrario, significa que tiene que existir un justo equilibrio entre virtualidad y presencialidad, entre la tecnología y experimentación sensitiva según sea la demanda del grupo de estudiantes con el que se está trabajando en cada aula, en cada momento. La formación integral demanda este nivel de coherencia.

*El autor es Doctor en Educación e investigador del CONICET

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