Prohibido cantar

Por cantarle a la libertad criticando a Rosas, el joven mendocino Manuel Ortega encontró su fin porque alguien lo denunció y algunas horas bastaron al Restaurador para sentenciarlo a muerte.

Imagen ilustrativa.
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Hace algunos días el informe diario, nacional y popular de COVID dio nuevamente de que hablar.

Esta vez entre las advertencias para no enfermar estaba la de no reír, algo que evidentemente nadie sospechaba pues -esa misma semana- parte del comunicado quedó en manos de una payasa.

Dejando de lado aquél bochornoso episodio circense, así como las recordadas recomendaciones cibersexuales, también se pidió a la población “no cantar”.

De alguna manera y utilizando mucho la imaginación podemos remontarnos a un episodio poco conocido en nuestra historia, donde la vida de un hombre terminó por atreverse a cantar.

Corría la década de 1840 y el país vestía de un rojo falsamente representativo de las provincias.

El federalismo era por entonces –y muy a pesar de los revisionistas- una fachada utilizada por Juan Manuel de Rosas, quien debajo de su poncho escondía políticas centralistas y degüellos a quienes no las aceptaran.

Manuel Ortega era un joven idealista que vio en Juan Galo Lavalle la oportunidad de librar al país del yugo rosista.

Nacido y criado en Mendoza, este hijo del militar sanmartiniano Venancio Ortega, dejó en nuestra provincia a su familia para sumarse a los hombres que creían en una autonomía real, sin sumisiones a jefes provinciales que gobernaban dentro los márgenes de poder permitidos desde Palermo, en Buenos Aires.

Cabe decir que aquella aventura duró muy poco, capturado en la batalla de “Quebracho Herrado” terminó en una prisión bonaerense.

Allí llegó a sus oídos la falsa noticia de que Lavalle había vencido.

Entonces “Manuel Ortega –señala el historiador Bernardo González Arrilí-, contento, se puso a cantar, redoblando con los dedos sobre una mesa. Sabía unos versos (…) Hablaban de libertad, una novia esquiva a la que la mayoría de los argentinos no conocía ni de vista (…) Los otros presos y los carceleros escuchaban a Ortega con algún deleite, no por los versos, sino por la tonada”.

Como era de esperar uno de los escuchas denunció al mendocino con sus superiores y algunas horas bastaron al Restaurador para sentenciarlo a muerte.

Como era costumbre se le permitió al reo escribir una carta de despedida, la misma se encuentra en el archivo de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza y fue dirigida a su padre.

Allí leemos: “Mi querido padre. Son las diez de la noche y mañana de madrugada debo de ser ejecutado; los momentos no me permiten más que recomendarle a usted a esa desgraciada Natalia y ese niño; llevo a la eternidad el sentimiento de haber causado su desgracia (…) no tengo más que encargarle sino que cuide de la educación de Manuelito. Su hijo que le pide la bendición”.

Y así fue como por cantarle a la libertad Manuel encontró el fin.

Eso sí, pudieron arrancarle la vida pero no la dignidad, algo que parece un bien bastante escaso.

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