Las Llaves del Reino, la columna de Cristina Bajo

De las pestes de mediados del siglo XVII, hay un memorandum donde se aclara la gran mortandad de sacerdotes que cayeron asistiendo a los enfermos.

Cristina bajo escritora. Foto Ramiro Peryera
Cristina bajo escritora. Foto Ramiro Peryera

Desde la época colonial hasta bien entrado el S. XX, la gente veía en la figura del sacerdote no solo al confesor sino también al consejero, al abogado y, en algunos casos, hasta a un médico. Hoy en día, cuando la religión ha retrocedido para dar paso a otras costumbres, es difícil comprender la importancia del religioso entre las personas de todas las clases sociales, pero sobre todo, entre quienes menos podían defenderse.

Según estudiosos como el ya fallecido Padre Dr. Nelson Dellaferrera, hoy podemos vislumbrar hasta dónde se extendía la asistencia que la Iglesia y sus religiosos prodigaban a la comunidad, gracias a diversos documentos públicos o privados de aquellos tiempos, como las cartas familiares.

Entre juicios y acuerdos, vemos cómo los hombres de hábito intercedían a favor de los jóvenes cuyos padres les negaban el permiso para casarse; o intervenían en defensa de niñas a las cuales sus progenitores pretendían casar a la fuerza.

Es interesante comprobar, a través de la lectura de estos documentos, que en casi todos los casos la Iglesia, por medio del sacerdote que estudiaba las circunstancias, generalmente tomaba parte por los más débiles y, más de una vez, se negaba a administrarles el sacramento del matrimonio.

Muchas veces resultó ser el confesor quien aconsejaba la separación y hasta el divorcio de algunas parejas, especialmente si había violencia por parte del hombre hacia la mujer; y también ayudaba cuando alguna jovencita, creyendo en las promesas del amado, quedaba embarazada antes de haber recibido el velo de novia.

El primero en enterarse, en estos casos, además de la amiga, era el confesor, que debía interceder, a veces hablando con el perjuro, otras, con los padres, evitando los malos tratos. Más de una vez fueron ellos quienes fijaron tan alta la multa al joven, que la víctima quedaba con una dote que le permitiría conseguir un marido a su gusto.

En aquella época, delito y pecado eran la misma cosa y tanto la Iglesia como la Justicia tenían poder para castigar o perdonar.

Hubo veces –una de ellas, muy famosa– en que el mismo obispo impulsó a un viudo de clase alta a que se casara con una esclava con la cual había tenido hijos.

También era muy importante la ayuda del sacerdote a los presos y condenados, pues no solo los asesoraba en sus derechos, sino que los asistía en su manutención, ya fueran negros o españoles pobres.

Durante las pandemias la presencia del hombre de hábito fue trascendental, pues todas las Órdenes cumplían con los actos de caridad de atender a los apestados, enterrar a los muertos y socorrer a sus familias en un momento en que la sociedad huía hacia las zonas descampadas para evitar el contagio.

De las pestes de mediados del siglo XVII, hay un memorandum donde se aclara la gran mortandad de sacerdotes que cayeron asistiendo a los enfermos.

Pero no solo era esta asistencia: en la botica de la Compañía de Jesús, los remedios para pobres solían ser gratuitos.

No era menor el apoyo que se daba a los condenados a muerte, algunos llegados de otros lugares, o abandonados por sus propias familias.

Y fue la Iglesia, con algunos particulares, la que creó una cofradía para enterrar a los muertos pobres, a los reos, a los sin parientes, conformada con gente de diferentes castas sociales, todos empeñados en dar dignidad a la última hora de los más desvalidos.

Sugerencias: Leer El cura de Ars, de Francis Trochu; 2) Leer la novela de Archibald J. Cronin Las llaves del Reino y ver su versión cinematográfica, con un joven Gregory Peck en el papel de un misionero. •

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