Día del padre: la historia del mendocino que quedó viudo con cuatro hijos y pudo salir adelante

Carlos Grzona tiene 72 años y recién ahora puede mirar hacia atrás y contemplar los frutos del trabajo realizado. Sus hijos tenían entre 7 años y 11 días de vida cuando tomó las riendas del hogar.

Un ejemplo de vida: quedó viudo al nacer su cuarto hijo y salió adelante: Los veo realizados y me siento orgulloso.
Carlos tiene 72 años y recién ahora puede mirar hacia atrás y contemplar los frutos del trabajo realizado. Sus hijos tenían entre 7 años y 11 días de vida cuando tomó las riendas del hogar.
    
Foto: Ignacio Blanco / Los Andes
Un ejemplo de vida: quedó viudo al nacer su cuarto hijo y salió adelante: Los veo realizados y me siento orgulloso. Carlos tiene 72 años y recién ahora puede mirar hacia atrás y contemplar los frutos del trabajo realizado. Sus hijos tenían entre 7 años y 11 días de vida cuando tomó las riendas del hogar. Foto: Ignacio Blanco / Los Andes

Nada fue fácil en la vida de Carlos Grzona, sobre todo a partir de aquel inolvidable 26 de marzo de 1986, cuando llegó al mundo Sebastián (el menor de sus cuatro hijos) y su esposa comenzó a debatirse entre la vida y la muerte debido a una mala praxis médica.

Mientras el bebé día a día se recuperaba, una septicemia, infección generalizada en el organismo, hacía mella en su mujer, Silvia Estela Furlán, una docente muy joven y madre de otros tres hijos: Mariana, por entonces de 7 años; Fernando, de 5 y Natalia, de 4.

El embarazo había sido normal, sin complicaciones. Recién en el parto los médicos le comunicaron a Carlos la gravedad del tema. Su esposa falleció 11 días después del parto y su hijito pudo salir de Neonatología un mes más tarde. El panorama era desolador.

“Empezó un período durísimo ―recuerda este “superpapá”, que se emociona al hablar de cada uno de sus hijos―. Soy muy católico, mi hija mayor iba a catequesis y un diácono de esa iglesia me contuvo, me ayudó muchísimo a salir adelante. Hoy no guardo rencor con el médico que se equivocó ni jamás se me ocurrió iniciar acciones legales. Pienso que no fue su intención y, además, ya nadie me iba a devolver a mi esposa”.

Recién ahora, a los 72, y con ocho hermosos nietos, Carlos puede mirar hacia atrás y contemplar los frutos del gran trabajo que realizó. Es que, antes, sencillamente no tuvo tiempo. Estuvo inmerso en una verdadera vorágine. Fue papá, mamá y único sostén a la hora de educar niños, ayudarlos en las tareas cotidianas, acompañarlos en la vida escolar y oficiar de contención frente al duelo, además, por supuesto, de llevar las riendas del hogar.

En los inicios de aquella época marcada por el dolor, Carlos sentía que su buen pasar ―por entonces era representante de lubricantes y le iba muy bien— podía ayudar a subsanar la falta de una madre. Sin embargo, una mañana lo llamaron de la escuela y le dieron un “cachetazo”: “Carlos, sus hijos lloran todo el tiempo en la escuela. Necesitan más presencia”.

Fue un antes y un después. A partir de allí hice el ´clic’ que necesitaba. En casa trabajaba una empleada que se ocupaba de todo, era muy eficiente, y yo pensaba que con eso y mi presencia a la noche bastaba. Pero claro, cuando me dijeron eso en la escuela, me pregunté qué estaba haciendo y entendí que el dinero no resolvía todo”, detalla. Y agrega: “Hablé en la empresa, cancelé las deudas que me habían quedado y dejé de trabajar en la calle. Decidí que mi casa iba a ser mi lugar de trabajo, pero tenía que pensar cómo instrumentarlo”, evoca y sigue emocionado.

El padre (al centro y sin remera), en una foto familiar con sus hijos: Fernando, Sebastián, Natalia y Mariana.
El padre (al centro y sin remera), en una foto familiar con sus hijos: Fernando, Sebastián, Natalia y Mariana.

Su hermano, que trabajaba para una marca importante de electrodomésticos, de a poco comenzó a darle algunos artículos chicos, como planchas, para que él reparara. Y así, se instaló en el taller que montó en el garaje de su casa. “Debo decir que mis clientes siempre fueron muy buenos y aunque parezca menor, es un tema importante”, opina y sigue agradeciendo. Carlos trabaja hoy al ritmo de siempre ―y con gran honestidad, según sus propios clientes― y su rubro se amplió a heladeras, lavavajillas y más.

Lo cierto es que la vida parecía transcurrir con cierta normalidad hasta que apareció otro traspié en su vida que volvió a acercarlo a Dios: la enfermedad de Fernando, su segundo hijo. “Fue al que más le costó asumir la muerte de la madre. Eran tan seguidos él con su hermana que, de bebés, tomaban el pecho al mismo tiempo. Eran dos ´chanchos’ sanos y hermosos pero un día dijimos basta”, evoca, mientras ríe.

De repente, Fernando comenzó a sufrir desmayos frecuentes. En la calle, incluso. “Los vecinos se acercaban a decirme que se había caído desmayado en la vereda. Lo llevé al médico enseguida, estábamos desorientados. Me explicaron que estaba somatizando y lo llevé al psicólogo. Parecía haber mejorado”, relata.

Tiempo después sufrió nuevos episodios, hasta que a los 17 años se le declaró una bronquitis y una infección en los pulmones que lo llevaron a usar respirador artificial en terapia intensiva. Además de sufrir varios paros cardíacos, su traquea quedó dañada.

El cuadro era gravísimo, al punto que los médicos me explicaron que no sabían si iba a poder sobrevivir. En mi interior pensaba que se moría. Me senté con mis otros tres hijos y les dije que tal vez la mamá lo quería con ella, allá arriba. No quería verlo sufrir más”, recuerda.

Sin embargo, en la próxima visita al hospital, Fernando mostró pequeños signos de mejoría. De a poco se fue estabilizando hasta que, por fin, le quitaron el respirador artificial. Por entonces ya le habían cortado cinco anillos traqueales. “Consulté nuevamente y me decidí ir a Buenos Aires donde fue operado y todo salió muy bien. Aunque con una pequeña secuela en la zona de la traquea, afortunadamente salió adelante y hoy está perfecto”, repasa.

Claro que, con cuatro hijos, uno con problemas de salud y un solo ingreso, debió hacer un gran esfuerzo por saldar todos los gastos. De hecho, vendió su auto. “Sí, es cierto, me rompí el alma, pero nada se compara con la satisfacción de verlos a todos mis hijos bien, sanos, realizados. A todos pude darles estudio. Me siento un hombre profundamente orgulloso”, confiesa.

Como buen católico y defensor de la familia unida, como siempre le tocó en suerte con sus padres y luego con su esposa, cuenta que suele amargarse cuando las parejas se rompen, como sucedió con dos de sus hijos. “Sí, me amargo. Me gusta la familia unida. Tendré que entender que los tiempos cambiaron pero me cuesta”, reflexiona.

Carlos vive en Godoy Cruz y es un feliz abuelo de Anouk, Mailén, Agostina, Julieta, Pilar, Nacho, Camilo y Lautaro. Trabaja codo a codo junto a Fernando en la reparación de artículos del hogar. “Un buen tipo y un gran padre”, lo define su hijo, después de tantas batallas compartidas.

Los asados para el Día del Padre son año tras año un clásico en la familia. “Afortunadamente somos unidos”, completa el orgulloso papá. De todos modos, este año, según cuenta, será un festejo especial porque las mujeres de la familia ―hijas, nuera y nietas-- harán una “escapada exclusiva de chicas”, un viaje. “Entonces ―concluye, con una sonrisa ancha— el asado quedará para los hombres. Es lo de menos, lo único que deseo es que sean felices”.

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