Unidos: Milka y César pelean contra viento y marea para salir adelante

Él perdió la vista, y ella lo rescató de la marginación. Pasan sus días en una precaria casita en San Rafael, donde sueñan con una vida más digna.

César afirma que Milka es su apoyo y ella confía que él le dio sentido a su vida, que su propósito es acompañarlo. / Archivo
César afirma que Milka es su apoyo y ella confía que él le dio sentido a su vida, que su propósito es acompañarlo. / Archivo

Hasta que Milka se cruzó en su camino, casi como un milagro, la vida de César Tapia estuvo signada por el drama. Incluso antes de llegar al mundo, en el vientre de su mamá, una mujer golpeada, quedó ciego de un ojo.

Fue prácticamente un chico de la calle en su San Rafael natal, hasta que escapó de aquella pesadilla y, cuando regresó, había quedado huérfano. Siguió deambulando sin rumbo.

Como pudo, sin estudio ni contención, salió adelante con sus changas.

Hasta que el 20 de junio de 2010, trabajando en una fábrica de lonas y carpas para acoplados –en negro-- un precinto le cortó el cristal de su único ojo sano.

Vivía en Neuquén y, a partir de allí, su vida cambió para siempre. Regresó a sus pagos pero no le fue mucho mejor.

Fueron años para el olvido, según recuerda hoy, desde su precaria casilla del barrio La Carolina, a unos 15 kilómetros de San Rafael.

En la más profunda soledad y sin poder trabajar, se instaló en el asentamiento “El circuito”, debajo de una mora, a la intemperie.

A través de una amiga en común conoció a Milka, que una tarde lo guió hasta su “casa” y quedó conmovida cuando observó cómo vivía, solo y en la calle en cercanías de los galpones del ferrocarril.

“Lo ví frágil, abandonado, de buenos sentimientos. Era como un tesoro, empezamos a conversar y nos hicimos amigos”, recuerda ella.

El amor y el compañerismo mantiene unida a esta pareja del Sur. / Archivo
El amor y el compañerismo mantiene unida a esta pareja del Sur. / Archivo

Poco después, él se ubicó en un camión abandonado. Lo días transcurrían, la relación se afianzaba y Milka le ofreció su casa.  “Ella me vio con los ojos del amor y sin interés más que sacarme de esa vida humillante. Por eso es el amor de mi vida, una persona de fierro, sensible, humilde, única…”, la define.

Recién a partir de allí, César sintió por primera vez en su vida que no estaba solo.

Pero empezó otra lucha, la que tiene origen en la indigencia, el desempleo y la falta de oportunidades.

Mientras esperan un turno en la clínica Santa María de la ciudad de Mendoza, a través de una posibilidad que le brindó la fundación Zaldívar, César y Milka piden ayuda para poder vivir más dignamente.

Pasan sus días en una casita muy precaria con techo de nylon que suele inundarse con cada lluvia.

Y el patio, de escasas dimensiones, se hunde a raíz de los cinco pozos sépticos que se emplazan alrededor, que además representan peligro.

“Tenemos miedo, no sentimos inseguros porque cada inclemencia climática es un drama, el frío, el viento o el calor agobiante, todo se hace difícil acá”, resume César.

“Las capacitaciones y las oportunidades para los no videntes están en Mendoza, pero no tenemos la posibilidad de mudarnos, salvo si consiguiéramos un lugar”, advierte. Y continúa: “Podríamos ser caseros en una finca, no tengo visión pero puedo hacer muchas cosas”.

“Se avecina el invierno y sabemos lo que nos espera: nuestro techo se sostiene con ladrillos y gomas de auto porque, insisto, ante cualquier ventarrón o temblor quedamos en la calle”, dice.

El mes pasado recibió la peor noticia: “Ya no voy a volver a ver, pero queda una remota posibilidad de mejorar la visión de un ojo. Para esto debo someterme a ese estudio en Mendoza”.

Más allá de la lucha de todos los días, César reconoce que se siente acompañado y amado: Milka es su pilar. “Siento que es al revés, que él le dio sentido a mi vida, que mi propósito es acompañarlo, guiarlo, porque detrás de su coraza hay un niño pidiendo ayuda”, reflexiona_Milka.

No obstante, ella dice ser consciente de que no pueden continuar viviendo en esas condiciones.

Es un barrio inseguro y conflictivo y César no está en igualdad de condiciones que el resto. Sufre mucho dolor, no es autónomo y no quiero ni pensar en cómo nos arreglaríamos si tuviéramos alguna dificultad extrema en casa”, se sincera.

La casilla quedó “a la miseria” con la última tormenta. Debieron poner contenciones para evitar el agua y las vigas piden a gritos ser reparadas.

Los padres de Milka, ambos enfermos, prácticamente no pueden colaborar con su hija y se las arreglan como pueden en una vivienda prestada y en medio de una cuarentena que los dejó aún más marginados.

“Estamos solos, pero al menos juntos –valora ella--. Confiamos en el milagro de que puedan ayudarnos”. Y César asegura: “No abandonamos nuestros sueños, porque ya está demostrado que los milagros existen”.

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