Anti tótem

Anti tótem
Anti tótem

Una mano sobre otra, caídas sobre la falda. Las rodillas juntas, las medias marrones no dejaban ver la piel de sus canillas. El olor dulce del jazmín. Sentada sobre el borde de piedra, bajo la parra artrósica, dolorida. Un cuadro plausible junto a la pereza aparente del orden incluido en las plantas podadas en la limpieza del espacio.

Quién era esa mujer, qué ocultaba bajo esa inercia, bajo esa contemplación monocorde del tiempo, sin tocar nada hasta la desesperación, nula de espanto y de ternura.

Callado.

Así permanecí el día que la vieja se murió. Aún la imagen me busca como un perro babeando. Boca arriba, la cama quebrada sosteniendo su cuerpo ido, las frazadas llenas de frío. Yo apenas unos pasos adelante del umbral.

Cuando la vinieron a buscar uno de ellos la volteó hacia uno de sus lados, justo allí, ella soltó por la boca toda la mierda que había guardado y fue justo allí, en secuencia, cuando la cama recordó y se quebró definitivamente.

El ruido no fue a madera, fue más como un ladrido sordo de perro que ataca.

Los tipos se detuvieron, se miraron. La vieja, de espaldas a mí, seguía ejecutando ese acto mecánico de expulsión, de rebeldía y eso que su ángulo de gravedad, con los pies prácticamente en el piso, debió haber reducido la cantidad de sustancia que expulsaba. Ahora me pregunto si estaría muerta, o si se estaría allí, viéndose, mirándolos.

Alguien acercó un fuentón tardío y me tomaron del hombro para que saliera. Era de noche, atravesé la puerta y la parra se me venía encima, las uvas se estiraban hasta el piso, como tetas arrugadas, elásticas, como las de ella. Arriba, más claro, el cielo estrellado, la luna redonda, hermosa.

Hoy trato de recordar el dolor y nada. Solo ese cuadro, bajo la parra y con las manos juntas, una sobre otra, los dedos tortuosos y el día de su muerte: en rebeldía. Aún veo al resto mirándose, ante el desprecio del cadáver que les dejaba su marca de espanto, no el olvido ni la quietud.

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