“La catedral” de Samuel Sánchez de Bustamente - Parte 5

Una nueva entrega del análisis de Marta Castellino en torno a esta novela mendocina.

La catedral de La Plata, la más grande del país.
La catedral de La Plata, la más grande del país.

“La Catedral la sentía yo en mi espíritu como una tremenda ancla para mis ansias de libertad”.

Samuel Sánchez de Bustamante. “La Catedral” (1980, p. 78).

En la nota anterior, nos referíamos al proceso de edificación del edificio que constituye el nudo de la trama de la novela del escritor Samuel Sánchez de Bustamante como una creación envuelta en un aura cierto modo mágica, ya desde sus diseños iniciales: “La Catedral adquiría [en los dibujos] una realidad que anunciaba que, cuando estuviera terminada, sería como si la hubiéramos visto antes. El dibujo era gris, sobre fondos ligeramente azulados. Y el cielo sobre el cual se destacaba su silueta esbelta e imponente, tenía resplandores luminosos como si el sol real le formara un palio de nubes doradas” (p. 58).

Esta construcción acompaña el desarrollo vital del protagonista: “La Catedral, como destino de mi vida biológica y espiritual, iba cumpliendo, sin duda, su programa”. Así lo puntualiza el narrador en una de sus frecuentes introspecciones: “Primero había sido un lanzamiento hacia lo desconocido, entre el temor del medio, la noche y lo indefinible. Una intuición vaga e irracional […]” (p. 116).

En efecto, el primer capítulo de la novela instaura una atmósfera de génesis, de creación ex nihilo, cuando el innominado protagonista y su padre, en compañía de algunos agrimensores, llegan a instalarse en un espacio descripto en varios pasajes con sugerente intensidad, como “un paisaje incomprensible y triste” (p. 14), ubicado en el “centro de la soledad” (p. 14).

En la atmósfera neblinosa que envuelve “aquellos terrenos baldíos, sombríos, de senderitos misteriosos que no conducían a ninguna parte, cuyos cielos apacibles eran numerosas veces en las tardes, cruzados por bandadas cambiantes e interminables de patos que sobrevolaban, graznando, el cielo de los terrenos” (p. 41), parece vivirse un clima de vísperas, en un caos inicial en el que imperan los elementos naturales, la materia primitiva.

La referencia a una remota antigüedad se refuerza cuando, en las excavaciones que se realizan para fijar los cimientos de la Catedral, aparecen restos fósiles de un animal prehistórico, y poco a poco va completándose -ante los ojos azorados de los niños- el esqueleto de un “prontosaurio”, como es humorísticamente nombrado por uno de los guardianes.

El día y la noche parecen adquirir una dimensión distinta en esa soledad, que genera en el niño “un vago temor […] a lo infinito” (p. 16). Solo la contemplación del cielo consuela los espíritus apabullados por tan rotundo vacío circundante y hay un significado profundo en ese sentirse amparados por la contemplación de las estrellas, en particular por Venus, el Lucero de la mañana, tan caro a los alquimistas: “Los dioses han otorgado al hombre dos estrellas para que le conduzcan a la gran Sabiduría; obsérvalas […] y sigue con constancia su claridad, porque en ella se encuentra la sabiduría”, dice una sentencia de Basilio Valentín en “Las doce llaves”, citada por Cansseliet en el prólogo a la obra de Fulcanelli (p. 25).

En la literatura hermética son frecuentes las referencias a esta dualidad de la estrella: “Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble. Aprenda a distinguir su huella real de su imagen, y observará que brilla con mayor intensidad a la luz del día que en las tinieblas de la noche” (p. 25). Se afirma asimismo su profundo sentido, el “papel capital de la Estrella, en la Teofanía mineral que anuncia, con certeza, la elucidación tangible del gran secreto enterrado en los edificios religiosos” (Cansseliet en Fulcanelli, p. 31).

Su presencia, de algún modo, señala para el pensamiento alquímico la existencia de un principio rector en el caos primordial: “Es indispensable meditar bien que el cielo y la tierra, aunque confusos en el Caos cósmico original, no son diferentes en sustancia no en esencia, sino que llegan a serlo en calidad, en cantidad y virtud. ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte y estéril, no contiene el cielo filosófico?”, recuerda Cansseliet (en Fulcanelli, p.27).

Así, bajo ese “cielo alquímico”, que “es inmenso y viste los campos de luz purpúrea, donde se han reconocido sus astros y su sol” (Cansseliet, en Fulcanelli, p.27), el protagonista accede a “los descubrimientos paulatinos a través de la infancia y la adolescencia. Luego […] ejercicios de formación cultural e intelectual […] los sentimientos, del cariño, de la amistad y el amor. El amor que durante mucho tiempo había sido un sentimiento indiscriminado entre el ensueño de la Catedral y Margarita, como si ambas hubieran sido mi destino integrado, desde el día mismo en que llegamos con mi padre […] a los terrenos que iban a ser como mi patria chica, ideal e irrenunciable. Y definitiva” (p. 116).

Como ya reseñamos, la vida del personaje parece seguir las alternativas de cualquier joven normal, desarrollándose al compás de una población que va dibujándose paulatinamente sobre el mapa. Pero hay algo que la diferencia de cualquier existencia común: “la Catedral había sido el proceso incomprensible de una obra de arte arquitectónica, que se iba elevando al costado de las obras perecederas, transitorias […] En esta etapa se fueron desarrollando mis sueños al pie de la Catedral. Los sueños de todos, que la levantaban cada día con más velocidad que los obreros misteriosos que movían sus ladrillos y tallarían sus piedras y esculpirían sus maderas y fundirían sus vidrios” (p. 117).

Efectivamente, el padre del protagonista, primero junto a los agrimensores que llegaron para el primer poblamiento, y luego secundado por diferentes operarios comienzan la construcción, en lo que parece ser una lucha constante contra los elementos, o “La predestrucción de la Catedral por los grandes y persistentes cicutales y cardos, que eran como la fuerza del orden de la naturaleza, contra las obras de los hombres en lucha denodada […] O contra fuerzas extrañas negativas, que se oponían al proceso natural de su marcha. Y el tiempo y las intemperies que gravitaban negativamente sobre su elevación para la eternidad” (p. 75).

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