Cuando entré esa mañana en la casa, Eva ya no estaba. Me sentí más tranquilo. Me saqué los zapatos y puse los pies cómodamente sobre la mesita del té. Tenía tiempo hasta que volviera. Recién eran las 11. Caminé entonces, por toda la casa. Revisé algunos cajones. Todo estaba como siempre. Pero cuando llegué a la mesita de luz, me sorprendí ingratamente. Una foto de Eva, besándose con otro hombre, brillaba junto a la lámpara. No pude evitar la tristeza y una lágrima rodó por mi mejilla. Debí suponerlo. Yo era sólo un recuerdo. Decidí entonces que era hora de irme, pero Eva entraba en ese momento a la casa. Salí de la habitación a su encuentro, tomando coraje para enfrentarla. Pero no me vio. Nunca me ve. Tampoco me escucha. Está cada vez más linda. A mí, cada vez me cuesta más mirarme en el espejo.
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