Reflexiones de una argentina desde Japón

He leído con sorpresa la noticia del presidente de los argentinos que resta importancia al mérito, declaración que equivale a desalentar a la juventud a buscar un cada día mejor a través de la educación.

Imagen ilustrativa. Archivo
Imagen ilustrativa. Archivo

Soy una argentina que vive lejos, muy lejos de su país, casi podría decirse en las antípodas del mundo. La distancia nunca ha sido capaz de afectar mi profundo sentido de pertenencia a la tierra que me vio nacer, mi profundo cariño por ella y la intensidad con la que me alegro de sus avances y sufro por los problemas que la afectan.

Japón, el país donde resido desde mi matrimonio con un japonés, es distante de Argentina no sólo en términos geográficos sino culturales. Como es bien sabido, tuvo una trágica experiencia bélica que dejó al país en ruinas, pero en menos de una década, cual un ave fénix, pudo levantarse de las cenizas y llegar a ser una potencia mundial. Injustamente este logro suele llamarse el “milagro japonés”, cuando en realidad fue el resultado de un enorme esfuerzo de todos y cada uno de los japoneses en pos de la recuperación y el engrandecimiento de su país. Si ese esfuerzo fue posible y si Japón es lo que hoy es, un país que asombra a quienes lo conocen o lo visitan por su eficacia, el nivel de responsabilidad y conocimientos que se ponen en juego aún en los trabajos más sencillos y menos demandantes, su enorme estabilidad sociopolítica y su increíble seguridad y orden público, es por la existencia de un valor supremo e incuestionable en la mentalidad nacional: la educación.

En algunas obras que he publicado en Argentina sobre Japón, como “Cultura de Japón”, “Modernidad y Modernización en Argentina y Japón”, entre otras, he insistido en la idea de que el éxito de la modernización de los países debe encontrarse en las características de la sociedad premoderna. Analizando este tema se ve que Japón tiene una larga tradición, heredada sin duda de China, de respeto por el conocimiento, lo que le permitió aun en plena época feudal evitar todo oscurantismo. Piénsese que durante esa época la casta samurai , que monopolizaba el poder político, era una verdadera meritocracia de hombres formados tanto en el conocimiento de los clásicos como de la modernidad europea y que el saber llegaba hasta los estratos más bajos de la sociedad. El resultado estaba a la vista: para el siglo XIX Japón tenía una tasa de alfabetización de la clase campesina notoriamente superior a la de Francia.

Este entusiasmo por la educación y el viejo concepto del confucionismo acerca de que lo único que legitima el ejercicio del poder es el conocimiento superior del gobernante, fue celosamente defendido y enriquecido a partir de la modernización de la época de Meiji, en la segunda mitad del siglo XIX. La educación obligatoria, una red de universidades llamadas imperiales, que luego se convirtieron en las grandes universidades nacionales y los esfuerzos en torno a la educación femenina fueron algunos de los sólidos pilares que apoyaron la marcha de Japón como un país moderno, único fuera de la esfera occidental en sentarse a la mesa de los grandes, es decir, las potencias occidentales.

Lo que interesa por sobre todas las cosas recordar es que, del mismo modo que los hombres de Meiji consideraban a la educación y al mérito nacido de ella como la llave por excelencia no sólo del progreso sino de la felicidad del ciudadano y la grandeza del país, para la misma época en Argentina una generación hizo su entrada en escena con un programa de civilización, orden y crecimiento reconociendo como herramienta fundamental la educación. Domingo Faustino Sarmiento no es el único nombre que deber ser mencionado, ya que desde Rivadavia en adelante esa conciencia de la necesidad de educar al ciudadano como condición absoluta del progreso y la estabilidad fue moneda corriente en una Argentina que, justicia más o justicia menos, supo respetar el valor del conocimiento.

Un elemento clave que no debe dejarse de lado es la conciencia de que educar no es nivelar sin más ni más, que la igualdad auténtica no es nunca, porque no puede serlo, una igualdad de resultados, sino de punto de partida. Una sociedad igualitaria es aquella en la que todo hombre tiene la oportunidad de educarse, aunque el uso de esa oportunidad sea inevitablemente diferente segun la persona, como diferente es el resultado. Japón es en ese sentido una sociedad igualitaria, como lo releva el hecho de ser, quizás el único país del mundo, que puede enorgullecerse de una tasa de analfabetismo de cero . André Malraux, el bien conocido escritor francés, visitó Japón en la preguerra, en aquel nostálgico tiempo de los largos viajes en barco cruzando los mares. Al descender en el puerto de Yokohama, en un Japón en el que la pobreza, casi desconocida hoy, era una preocupación, Malraux como lo atestigua en sus vibrantes “Memorias”, se sorprendió al ver que aún los mendigos del puerto leían los diarios abandonados.

Hoy Japón tiene un 97% de estudiantes graduados de la escuela secundaria básica que ingresan en la superior y de ellos, un 60% ingresan en la universidad. Con más de 600 universidades, un título universitario es necesario para hacer trabajos de nivel mediano o inferior, léase, un empleado de banco, un dependiente de tienda o un agente de policía. Para las funciones de mayor nivel se requiere graduarse en algunas de las universidades famosas por su vigor académico y por cierto, estudios de postgrado. La sociedad global no sólo reconoce el valor de la educación sino que no considera injustas las jerarquías surgidas del mayor mérito en el plano del conocimiento, por el contrario, considera el respeto por el mérito una garantía de progreso, libertad y eficacia de los mecanismos de gobierno. Paralelamente a esa conciencia, y como resultado de ella, el pueblo japonés se siente seguro de que vive en un país democrático y sin injustas diferencias sociales, siempre alimentando el deseo en cada ciudadano de progresar através de la educación de por vida.

Ambientada en este contexto, he leído con sorpresa y por qué no decir indignación, la noticia de un presidente de los argentinos que resta importancia al mérito, declaración que equivale a desalentar a la juventud a buscar un cada día mejor a través de la educación. Sin embargo, lo más sorprendente no es la declaración en sí misma, sino el hecho de que estuviera insertada en un contexto de presentar como ideal del hombre que hoy ejerce el poder, los países nórdicos, esto es, soñar con que Argentina sea una Suecia o una Finlandia. Esta afirmación adolece de varios pecados: es inexacta , políticamente irresponsable e internacionalmente insultante porque crearía la equivocada imagen de que esos países son nivelatorios, cuando es exactamente lo contrario. El presidente debió informarse debidamente al respecto, y si lo hubiera hecho, sabría que esos países figuran junto a Japón, como los primeros del mundo en términos de eficacia de sus sistemas educativos y de inclusión en los mismos de todos los ciudadanos. Contra todo lo que Fernandez ha afirmado, Suecia y Finlandia son países que promueven y respetan el mérito en todos los ámbitos de la sociedad, sea la cultura, la economía o la política.

Desinformar a la población, crear falsas ideas de lo que es posible o lograble y dar por tierra con lo que ha sido uno de los pilares en la formación de la nacionalidad , que no es otra cosa que la educación, genera una responsabilidad histórica a la que ningún dirigente político que merezca llamarse tal debe soslayar.

*La autora es profesora Emerita de la Universidad Doshisha, en Kioto, Japón

Kioto, Japón

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